EL GOBERNANTE Y EL HOMBRE FRENTE AL PROBLEMA SOCIAL COSTARRICENSE
por el Dr. Rafael A. Calderón Guardia
Setiembre de 1942
Hay en la vida de todo hombre una demanda constante de racionalización de sus propios actos. Como un reflejo de la conciencia o como un mandato de la razón, esa necesidad se multiplica para el hombre que ejerce el poder público.
En la vida corriente el individuo no tiene más deberes que los que la sociedad le impone en sus relaciones con el medio en que se desenvuelve su vida, esto es, en lo que respecta a las obligaciones para con la familia de la que forma parte y en lo que se refiere a su dependencia económica y social de las instituciones que a la vez que le sirven, son por él servidas: En realidad es su conciencia la que le impone, en la intimidad de su ser, la explicación de su conducta y el análisis de los impulsos, ideas y motivaciones que dirigen aquélla.
En cuanto al caso del hombre que ejerce el Poder, éste está doblemente obligado a explicar no sólo la significación y los móviles de sus acciones, -por la proyección social que éstas tienen-, sino que, además, debe abrir su pensamiento y su voluntad para que no haya ocultamientos que desnaturalicen sus intenciones más íntimas, en un cotejo constante entre sus actitudes y sus deberes históricos, de suerte que satisfaga no sólo su propia conciencia individual, sino también a la colectividad social, a la que podríamos llamar "la Conciencia Colectiva", formada por la opinión pública de su época, a la vez que por el juicio de la posteridad.
Es evidente que faltaría a ese deber esencial de mi condición de Gobernante si no procediese de acuerdo con ese mandato que está implícitamente contenido en la Constitución Política del país, al establecer ésta la responsabilidad del Jefe del Estado ante el Poder Legislativo, durante el período de ejercicio y después de haber ejercido el Poder. Debo, por lo mismo, dar esa satisfacción a la ciudadanía, particularmente en lo que se refiere a la acción social de mi gobierno y, concretamente, a las reformas que en ese orden han sido propuestas en las tres legislaturas que corresponden al período constitucional en proceso.
Pero más que el gobernante quiere hablar el hombre.
Para juzgar al primero hay abundancia de documentos oficiales: cada uno de sus
actos ha estado expuesto a la luz del análisis del país. Sus palabras, sus actitudes, y aun su intimidad personal, son del dominio público. Los elementos de juicio que de su gobierno han emanado, son objeto de las más opuestas interpretaciones, adversas o benévolas, según el criterio que las informe. ¡Pero cuán pocos conocen al hombre!
¡Cuántas veces la pasión de propios y de extraños deforma su fisonomía moral o desnaturaliza su sinceridad!
Esa contraposición de sentimientos, esa lucha entre lo que nos es más caro y lo que nos es más íntimo, con lo que la gente piensa de las intenciones y sentimientos del hombre en el Poder, son parte principal del lote de dolor y de amargura que todo gobernante debe aceptar como inherente a su elevado cargo. Y así lo comprendo. Pero de esa misma comprensión es que nace mi deseo de hablar sin las limitaciones impuestas por el protocolo, sin la obligada parquedad del lenguaje de los documentos oficiales, es decir, libre de ataduras, como un costarricense inspirado por el amor a su pueblo, como un ciudadano que sólo se diferencia de los demás compatriotas por el hecho de disponer de mayores posibilidades para realizar el bien de su patria, -olvidado casi siempre del suyo propio-, si su juicio no se extravía o si su voluntad no yerra el camino.
Situado en ese terreno de sinceridad, nada pueden afectarme las consecuencias que mi actitud de absoluta franqueza llegue a acarrearme, ni inspirarme temor las armas con que pueda atacárseme por mis ideas o por la solución dada a los problemas nacionales conforme a sentimientos o conceptos forjados a través de mi vida.
No se me oculta que para proceder de ese modo tengo que resignarme al sacrificio de todas mis conveniencias personales. Es posible que haya quien afirme que por esas mismas causas he quemado mis naves y que mi carrera política se ha acortado irreparablemente; pero sigo creyendo que para el gobernante que no comercia con su investidura no pueden existir razones más fuertes que las que le dicten las necesidades sociales o los principios de justicia inmanente que alientan en el corazón de todo hombre que no se ha olvidado de sus deberes para con Dios y para con la Patria. Sea, pues, al servicio y en nombre de esos dos poderes supremos de la vida, que confío estas palabras mías al veredicto del tiempo y al juicio de mis conciudadanos.
No hay quien pueda negar sus convicciones, sin negarse a sí mismo. Por esa razón, he procurado, en todos los momentos de mi existencia, ser fiel a mi religión, tal como la viví en el hogar paterno, sin fanatismos excluyentes o limitaciones sectarias, en un ambiente de tolerancia y caridad, en constante inspiración de las ideas y sentimientos del verdadero cristianismo integral. Como hijo de Médico sentí a hora muy temprana de mi vida, el dolor y la miseria que nos rodean. Mi padre supo inspirarme el sentimiento apostólico de su profesión. De estudiante sabía que al consagrarme a ella, no me era dable esperar ni la fortuna ni el renombre: no ignoraba cuán ardua y escasa en lauros es la carrera de quien tiene que luchar contra la muerte en un país cuya población carece frecuentemente de lo indispensable para subsistir. Desde que partí para Europa, a estudiar en Bélgica, centro de civilización y emporio de cultura, no podía apartar de mi mente la idea de que el dolor y la miseria de mi pueblo necesitaban un remedio, no extraído del odio de clases, ni de la violencia, -pues ésta es producto de un estado de injusticia que llega a engendrar mil injusticias y no logra jamás instaurar la paz entre las distintas clases sociales-, sino de una armonía que surja como fruto de un esfuerzo de perfeccionamiento de nuestras instituciones democráticas, esto es, de un movimiento de colaboración en el que todos los costarricenses, como miembros de una misma familia, pongan su contingente de buena voluntad y generoso desinterés. Sentía yo que la perplejidad y la desorientación en que vivía el mundo después de la primera guerra mundial; que la misma inquietud que penetraba hasta los callados claustros universitarios, -poniendo en peligro los más altos valores de la cultura, por la asfixia moral de todas las tendencias sociales y de todos los credos ideológicos-, se debían a que los hombres, cegados por el egoísmo y por "el afán inmoderado de poderío y de riquezas, habían perdido toda noción de justicia; y sentía que los pueblos, llevados a la matanza o sumidos en la esclavitud económica, lejos de reaccionar contra el dolor y las causas de tantas miserias e infelicidades, apelaban a nuevas violencias, a nuevas destrucciones, al constante empleo de la fuerza para resolver los problemas que tenían origen, precisamente, en los propios elementos que se seguían empleando para remediar los males que aquéllos no cesaban de producir.
Esas inquietudes nacieron en mí como un reflejo de las convicciones e ideas que oyera de continuo en labios de mis padres. Sentía, como ellos, la necesidad de apelar a las fuerzas espirituales que la religión despierta en el hombre. En mis estudios universitarios encontré una comprobación más clara y más profunda de que no erraba al buscar, dentro de las doctrinas de la Iglesia, el principio, el impulso y la voluntad de justicia que faltaban en un mundo materialista, dominado por un grosero y cruel dominio del más fuerte sobre el más débil, de esclavitud económica impuesta por unos pocos sobre las grandes masas humanas, y de brutalidad y tiranía por parte de los que disponen de la fuerza.
¿Podía el estudiante de Universidades europeas mostrarse indiferente a la cuestión social? ¿No era su obligación estudiarla en todos sus extremos? Europa se debatía en la crisis de la post-guerra. Para detener la catástrofe, las potencias militares intentaron reconstruir políticamente el mundo. Pero nada hicieron por restaurar la moral cristiana amenazada por los partidarios de la explotación del hombre por el hombre, y por la revolución marxista basada en la dictadura del proletariado.
Aquel frenesí que produjo la guerra, amenazaba con hundir al género humano en mayor miseria moral que en los mismos días de la matanza. Para el creyente de corazón sólo quedaba un camino: el señalado por la Iglesia. Anticipándose al desastre, la palabra pontifical de León XIII había producido, en las postrimerías del siglo XIX, la Encíclica "Rerum Novarum ", documento de suprema sabiduría en el cual el Sumo Pontífice expuso la doctrina social católica, que se levanta sobre las bases inconmovibles de la Justicia Divina. No podía sustraerme a la profunda influencia que en mi ánimo produjo la lectura de aquel compendio de sociología cristiana, indudablemente inspirado por Dios y respaldado por la sabiduría de siglos de la Iglesia de Cristo; y a ello se debió mi deseo de estudiar mejor las doctrinas del cristianismo social condensadas en textos de esa procedencia. Y mi anhelo fue ampliamente satisfecho: todo cuanto podía esperar en respuesta a mis inquietudes está previsto y anotado en el Código Social, Esbozo de una Síntesis Social Católica, documento emanado de la Unión Internacional de Estudios Sociales, fundada en Malinas en 1920, bajo la presidencia del Cardenal Mercier. Allí, como en la Encíclica de León XIII, se hace el más admirable análisis de la vida humana, pero no desde el punto de vista del individualismo negativo, ni del materialismo negador, sino partiendo de la concepción cristiana de lo que son el hombre, la Sociedad y el Estado, pero sin deificar al hombre, como el individualismo; sin deificar al Estado, como el Socialismo; y sin deificar a la Sociedad, como el sociologismo positivista.
Esa es la historia de las ideas y sentimientos que sembrados en la juventud han fructificado al correr de los años en la obra de la reforma institucional de mi gobierno, obra que condensa un esfuerzo por elevar la posición moral y económica de los trabajadores y que, si contiene errores, no emanan éstos de su prístino origen. Cúlpese en todo caso a las personas, que estamos expuestas a errar, pero no a las ideas que son producto de la experiencia secular de la Iglesia y fruto de la inspiración de aquellos excelsos varones, cuyo amor por Dios y por la Humanidad fue el manantial en que bebieron su sabiduría.
Pasaron los años universitarios. Con optimismo y ardor juveniles, el estudiante convertido en Médico, regresó a su patria. ¿Y qué encontró en la tierra de sus mayores? Le esperaba una dolorosa y terrible experiencia. Su pueblo, habitante de una tierra feraz y rica, se moría de dolor y de miseria. ¡Cuántas noches aquel hombre esperanzado tuvo que doblar la cabeza y sentir en su corazón una buena parte de responsabilidad en la angustia y desamparo de los desheredados! Estaba en presencia de una profunda injusticia social. En aquellas tristes viviendas, sin aire y sin luz, postrados por la enfermedad y la indigencia, muchos hombres rendían su alma al Creador, sin dejar a sus hijos ni un mendrugo que llevarse a la boca en su orfandad. ¿Y era aquél el premio de una vida de trabajo y sacrificio? ¡Y cuántas veces era la madre, mal alimentada, la que moría al dar a luz, porque el hijo le arrebató hasta las últimas reservas vitales de su debilitado organismo!
No menos doloroso y patético resultaba el caso del padre de familia enfermo que no pudiendo devengar su raquítico salario, no podía proveer a su familia de alimentos ni adquirir las medicinas para combatir su enfermedad. Esos trabajadores sumidos en la miseria, sin la menor protección contra las contingencias de la edad, la invalidez, la enfermedad y la muerte, nos movían a un tiempo mismo a una piedad profunda y a un sentimiento de natural rebeldía. ¿Cómo puede ser justo ese tratamiento económico para quienes con sus familias forman la médula y la gran masa de nuestra nacionalidad? Fácilmente se comprende dónde está el problema. A esos hombres se les ha negado todo aquello a que, por su trabajo, tenían derecho.
Para ellos la caridad o la beneficencia resultan impropias, por humillantes. La sociedad les debe una retribución que puedan reclamar, y que por ello mismo, no deben implorar. Son víctimas de una injusticia y distan mucho de ser una carga para los elementos o grupos sociales que han empleado su fuerza y se han aprovechado de su actividad económica.
El médico no puede engañarse, ni puede mostrarse insensible. Cuando la enfermedad se origina en la desnutrición y los organismos carecen de la defensa puesta en ellos por la Naturaleza, las medicinas sobran, o mejor dicho, son ineficaces. ¡Y qué decir de los niños de nuestras clases pobres, a quienes en cierta forma se les niega su derecho a la vida! ¿Podrá sentirse orgulloso de su nacionalidad un hombre que contempla esos cuadros de miseria y no trata de remediarlos en la esfera de sus posibilidades? Pero, ¿qué puede la caridad aislada o la tardía asistencia del Estado, cuando el mal es profundo y radica en causas que se sustentan en la cuestión económico-social? En el médico estaban vivas y fuertes las ideas del estudiante. No iba a cruzarse de brazos. Tampoco podía erigirse en juez de los que usufructuaban esa miseria y esa postración del pueblo. El cristianismo social, a diferencia de los marxistas o de los partidarios de la deificación del Estado, no espera alcanzar la justicia arbitrariamente, por la violencia. El odio no es un buen fin, ni es justo ni lógico usarlo como arma. Se puede y se debe luchar contra la injusticia, pero no sustituir la dictadura económica existente por la dictadura del proletariado, o de cualquier otra clase social. Debemos sentir la necesidad de luchar contra el mal que se hace a los desvalidos, pero no enderezar y querer el mal para los otros sectores de la sociedad. Creer que la justicia se hace, o debe hacerse, como una venganza, como una necesaria represión a actos de grupos dirigentes o poseedores de la riqueza, es un error que ha costado mucha sangre inocente. Tan mala es la violencia de los de arriba, como lo es la de los de abajo. Frente a esos antagonismos, inevitables choques de ideas y de tendencias de las múltiples ideologías, se siente la necesidad de apelar a un poder superior al de los hombres que por lo mismo concilie toda convivencia de los grupos humanos en una posibilidad de vida en común, basada en la justicia, que elimine la lucha de clases; fundamentada en la comprensión y en el espíritu de verdadero cristianismo, de modo que conduzca a una solución de las crisis y desconciertos que dominan las sociedades modernas.
Las ideas que el problema social despertaban en mi pensamiento, lejos de separarme de mi credo cristiano, me llevaron a considerar más seriamente la doctrina social de la Iglesia.. Comprendí, desde el primer instante, que el movimiento de Cristianismo Social, que habían condensado la Encíclica de León XIII y el Código de Malinas, contenían las fórmulas más aplicables a nuestra realidad inmediata, si se interpretaba ésta lealmente. Vino luego, ya iniciada mi carrera política, la Carta Encíclica de Pío XI, sobre la restauración del orden social, publicada el 15 de mayo de 1931, al cumplirse el cuadragésimo aniversario de la "Rerum Novarum". Ese documento pontificio, ponderado por la experiencia de cuarenta años de intervención de la Iglesia en las cuestiones sociales, en una época de intensos cambios en ese orden y de sobre agudizada lucha económica reafirmó, amplió y consolidó mis convicciones ya formadas, que son para mi conciencia imperativos que al ascender al Poder fueron los puntos cardinales de mi conducta como gobernante. ¿Podría yo, acaso, volver la espalda, a la misión que me tocaba cumplir? Es muy posible que mi conveniencia y mi comodidad me indicaran un camino menos áspero y difícil que el que señala en esas materias la doctrina de la Iglesia. Tenía ante mí esta alternativa: o gobernaba atendiendo a los intereses creados, por más que ellos representan la perpetuación de los privilegios y predominios basados en el injusto trato económico dado a las clases trabajadoras, o bien, me disponía a cumplir con mis deberes como Jefe de un Estado que gobierna a un pueblo de tradición eminentemente católica. O toleraba, dentro de mí mismo, la existencia de un sentimiento de cobardía, renunciando al derecho -quizá al deber- que mi pueblo había puesto en mis manos, de intervenir con mi autoridad para buscar un remedio a la inmerecida indigencia de los proletarios y para procurar el advenimiento de normas e instituciones que mejoraran la condición económica, moral y social de nuestros campesinos y obreros, o iba derechamente al cumplimiento de mis ideales de mayor justicia en la vida nacional. Por eso en mi Mensaje de 1940 declaré que mi gobierno sustentaría, en lo político, la doctrina del cristianismo social, tal como la exponen las admirables Encíclicas de León XIII y Pío XI, y como las sintetizara el Cardenal Mercier en el Código de Malinas de que he hablado.
Al enunciar así una política de gobierno bajo tan augusto patrocinio, no ignoraba yo todo lo que esa promesa significaba. En primer término no desconocía que ello implicaba el propósito, superior a mis fuerzas, pero en el que era mi deber poner todo empeño por lograrlo, de procurar la redención del proletariado nacional. Recordaba las palabras pontificias contra los que piensan que el justo orden de las cosas está en que todo se rinda para ellos y nada llegue a los obreros; y también para la clase de proletarios que sólo están dispuestos a luchar por el único derecho que ellos reconocen: el suyo.
Estaba, por fortuna, capacitado para darme cuenta de la gravedad del problema. Estudié, sin pasión y sin odio, -como aconsejaba Tácito que se escribiera la historia-, no los medios de despojar a unos para darle a los otros, sino la necesidad de despertar en el seno mismo de la opinión pública, las fuerzas y direcciones que el pensamiento colectivo necesita seguir para encontrar una solución adecuada y pacífica del conflicto entre el capital y el trabajo, que no puede soportar un proceso de creciente desequilibrio sin causar la ruina de nuestra paz interna y enconar la lucha de los distintos grupos económicos que coexisten en nuestro medio social.
Sabía yo que el problema más difícil es el de la miseria, el de la inexorable indigencia de nuestras familias campesinas; y, sin embargo, comprendí que lo social debe anteponerse a lo económico, para que lo uno sea consecuencia de lo otro. No se me ocultaba que mi esfuerzo, por grande que fuera, por mucho que quisiera abarcar, tendría que quedarse corto; pero no desconfié de las virtudes innatas y del profundo sentido de justicia de mi pueblo, y no tengo por qué arrepentirme.
Quedaba, para mí, el más arduo aspecto del problema planteado: el camino a seguir. Existe siempre el peligro de desacertar en la solución de todos o de cada uno de los aspectos que es necesario conocer a fondo para no caer en lamentables injusticias. Mas no había perplejidad en mi pensamiento. La doctrina social contenida en las Encíclicas podrá parecer, hasta cierto punto, y como es natural, ayuna de orientaciones de carácter técnico, desde el momento que aquellos documentos pontificios tratan la cuestión moral y la de la justicia en el orden social, pero no podrán ni pueden resolver, el aspecto técnico de los problemas económico-sociales.
Pero ahí estaba una segura y luminosa guía: el Código Social de Malinas. Si la Iglesia, como tal, ha aceptado una legítima inspección sobre la vida económica, -ya que entre la economía y la moral hay relaciones de profunda compenetración-, justo era que a la vez proporcionara el compendio o el método para llegar a una solución práctica de la cuestión social, de acuerdo con los postulados que los Sumos Pontífices expusieron en las tantas veces citadas Encíclicas.
A quien haya estudiado sin prejuicios el Código de Malinas, no pueden causarle sorpresa estas declaraciones mías. La admirable síntesis social expuesta en ese trabajo de la Unión Internacional de Estudios Sociales comprende el más vasto estudio de todos los problemas de ese orden, aun cuando no sería prudente intentar una aplicación estricta de todas las recomendaciones contenidas en ese trascendental documento.
Un gobernante democrático, de un poder muy limitado y reducido a un período de cuatro años, sólo puede contentarse con tomar de esa admirable doctrina aquellos puntos o bases que tiendan a darle mayor equilibrio a las instituciones que garanticen, al menos, la convivencia de las distintas clases económicas, y que constituyan el fundamento de la justicia y solidaridad sociales para el hombre que trabaja, representadas en los elementales derechos que dignifiquen su vida y lo hagan amar a su patria, que de esa manera le protege. Eso he hecho o, al menos, eso intenté hacer.
Para confirmar mis ideas y que éstas tomaran contacto con la realidad, pensé aplicarlas, no de un modo extensivo, sino de un modo restrictivo. Todo problema social tiene múltiples aspectos, como tiene múltiples posibles soluciones. Creí por ello, que concretando el esfuerzo siquiera a uno de los puntos que forman el complejo económico-social costarricense, podía hacer más que si trataba de establecer una labor de conjunto que, por una razón inexorable, habría debilitado la efectividad de mi esfuerzo en favor del proletariado nacional. Es decir, que reduje todo el programa de acción de mi gobierno a un enunciado simple, pero en extremo importante: "elevar la condición económica, moral y cultural de las clases trabajadoras". Para lograr tales propósitos traté de intensificar, por medio de la Secretaría de Salubridad, una política de asistencia pública, dirigida a robustecer las fuerzas vitales de la población, creando para ello el organismo indispensable: el Consejo Nacional de Nutrición. Paralelamente dispuse sanear las poblaciones centralizando, mediante una ley, el suministro de agua potable de todas las .cañerías construidas o por construir. Para evitar los efectos de la miseria de los hogares campesinos sobre la infancia escolar, estudié la forma, concretada posteriormente en ley, de nutrir al niño al mismo tiempo que se le instruye, considerando ambas acciones como propias y obligatorias del Estado. Era también indispensable pensar en que, para sanear nuestra población, es medida de esencial trascendencia calzar a nuestros peones, y se comenzó por los niños de edad escolar, para poder curarlos de sus parásitos intestinales y para fortalecer los medios de defensa de su salud en la edad del desarrollo.
Y así también traté de defender a nuestro proletariado en el coste de vida y se le amparó contra los males del agiotismo y acaparamiento de víveres.
También se ha protegido a los trabajadores por medio de la Ley de Inquilinato, que los ampara contra las posibles alzas injustificadas de los alquileres de las casas que habitan, y que les garantiza contra todo abuso a que una situación de emergencia pueda dar lugar. Empeñoso ha sido el esfuerzo de mi Gobierno para dar apoyo económico a entidades que, como la Junta Nacional de la Habitación y la Cooperativa de Casas Económicas "La Familia", tienden a proporcionarles a nuestros obreros y campesinos los medios y oportunidades para que lleguen a convertirse en dueños de sus propias viviendas y para que constituyan así un patrimonio para sus hijos que, a la vez que alcen la herencia de trabajo, reciban lo que el esfuerzo de sus padres conquistó.
Ahora bien, la defensa económica del proletariado no ha obtenido su completo desarrollo y es mi propósito llegar a una revisión de los salarios, como base orgánica del futuro bienestar de nuestras clases trabajadoras.
Pero, para esos movimientos surgidos de las necesidades sociales, se imponía introducir en nuestra propia Constitución, fraguada al calor del liberalismo de 1871, una consagración de la existencia del derecho o obrero, en una forma institucional como cristalización de una mayor justicia en el trato económico para nuestras gentes pobres. Es corriente el criterio de que al aceptar ideas sociales que en algo se opongan a la extrema dictadura económica de las clases propietarias, se hace un acto revolucionario y de subversión de los valores morales de nuestra pequeña República. No entienden, quienes tal piensan que, lejos de padecer eclipses bajo un régimen más equitativo -en cuanto a la distribución y goce de la riqueza producida por el trabajo en las masas humanas-, la democracia resplandece, se afirma y se robustece, como consecuencia de una mayor armonía social.
Las críticas que se han hecho a la Reforma Constitucional de las Garantías Sociales confirman mi pensamiento. No se refieren al fondo mismo de la cuestión. Se reducen a plantear reparos en cuanto al procedimiento, al alcance y definición jurídica de los conceptos, a diferencias y matices de carácter formal de escasa importancia. ¿Pero, quién osaría negar el derecho de todo hombre a exigir que su trabajo, lejos de proporcionarle miseria y esclavitud, le brinde al menos una vida digna para él y para los suyos? ¿Quién podrá oponerse a que el trabajador se asocie, en el sindicato reconocido legalmente para defender, mediante contratos colectivos de trabajo, su derecho a una justa retribución por la labor que desarrolla? ¿Quién podrá negarle amparo y asistencia en su vejez al hombre que ha dado durante todo el curso de una vida laboriosa y dura, sus fuerzas físicas, toda su capacidad de trabajo, para hacer producir la tierra o para aumentar la riqueza común? ¿Dónde está la persona o la entidad que pueda fundamentar una negativa a que se consagre el principio de que el pobre no es una carga ni puede condenársele a la mendicidad cuando la pobreza sobreviene por incapacidad orgánica para el trabajo, por las causas originadas en la edad, la enfermedad o la invalidez? ¿Cómo podríamos justificar, ni ante el concepto" humano de justicia, ni ante los ojos de Dios, que nuestra infancia campesina crezca mal alimentada, sin conocer la leche, sin resistencia para las enfermedades que la azotan? ¿Cómo negar la ayuda que la sociedad organizada debe a toda madre para que dé a luz hijos sanos y fuertes para la lucha por la vida? El Seguro Social de maternidad, administrado como un deber de todos y no como una caridad obligada, ¿no es la más justa compensación para el niño que viene a recibir la herencia de miseria que le legan sus padres, de recursos económicos mínimos e insuficientes?
Si como hombre me sentía obligado a no cerrar los ojos ante la gravedad de este problema, -de tan vastas perspectivas y tan escasas probabilidades de solución con los medios existentes-, como gobernante esa inquietud tenía necesariamente que tomar cuerpo y demandar de mis modestas capacidades todo esfuerzo y empeño para orientar el Estado costarricense a una acción social que. sin dejar el cauce tradicional y democrático, remediara, por lo menos en parte, esa situación de injusticia. No iba a intentar una reconstrucción de las instituciones económicas, ni a trastornar el orden social establecido, pero podía y debía proponer, como base de mi programa de gobierno, la creación de instituciones que, como los seguros sociales de carácter obligatorio, establecieran un sistema que descanse en el principio de ahorro, con la triple contribución de los obreros, los patronos y el Estado.
El Poder Ejecutivo, en su exposición de motivos al enviar al Congreso el proyecto de ley estableciendo en Costa Rica los Seguros Sociales obligatorios, expuso, ampliamente, las razones de orden social y económico que fundamentan ese paso de mi Gobierno, como única fórmula que armoniza los intereses en pugna del capital y el trabajo, pues tiende a establecer como bases de las relaciones humanas los eternos principios de justicia y solidaridad cristianos, frente a los cuales no existen, o no deben existir, diferencias de clases, sino únicamente hombres que sufren y hombres que tienen el deber de aliviar esos sufrimientos.
De otra parte, no creo necesario repetir que al establecer los seguros sociales de enfermedad, maternidad, invalidez, vejez y muerte, se trató de obtener lo que ha faltado a nuestra democracia: un régimen de trabajo realmente humano, desprovisto de todo indebido privilegio, de modo que exista una protección adecuada y eficaz para los trabajadores contra los riesgos profesionales y sociales.
También debe reconocerse que el establecimiento de un organismo como la Caja Costarricense de Seguro Social realizará, para provecho de los asalariados y de todos los empleados a quienes cubre ese sistema de seguridades colectivas, una centralización de los problemas relativos al trabajo y a su justa retribución en todos los ramos de las actividades nacionales.
Es evidente que toda institución que establezca obligaciones que entrañen sacrificios o aportes económico, por pequeños que éstos puedan ser, provoca al principio en el medio social contribuyente, una reacción de resistencia y oposición.
Por cualesquiera que sean los intereses que se opongan, la ciudadanía debe comprender que la importancia que tiene para la comunidad una conquista como la de los seguros sociales obligatorios es verdaderamente decisiva. El ideal es que, mediante la educación y la propaganda bien orientadas, el público mire a los seguros sociales como necesarios y obligatorios, en la forma en que lo son actualmente los servicios de correos y policía. Entonces se habrá logrado crear verdadera conciencia sobre estos problemas, y se tendrá la noción de que la estabilidad y la paz internas de la nación dependen del éxito, desarrollo y funcionamiento de las instituciones que vengan a regular la actividad de los distintos grupos económicos representados por las clases sociales, desgraciadamente colocados en posiciones antagónicas, pero no irreconciliables.
Para completar esta exposición, debo referirme a la reforma constitucional de las Garantías Sociales. La idea no es fruto de un capricho, ni se originó en ningún cálculo político. Se inspiró, simplemente, en los mismos sentimientos de amor a la patria viva; se originó en las necesidades sociales y en el deseo de dar un moderno sentido a la Constitución, para adelantamos a situaciones que, de no ser previstas y remediadas a tiempo, acarrearán males incurables a nuestra nacionalidad. Fue, pues, esa iniciativa una consecuencia obligada de lo que, con los seguros sociales obligatorios, se había esbozado; y fue también un deber que se impuso para remediar las fallas de nuestro régimen de trabajo y de nuestros sistemas de retribución del esfuerzo de los que necesitan sus salarios, jornales y sueldos para su mantención y la de sus familias.
¿Hay peligroso extremismo o negación de los legítimos derechos de alguien en querer garantizarle al hombre que trabaja un salario o sueldo mínimo, suficiente para cubrir sus necesidades normales y las de su familia en lo material, moral y cultural? ¿Es atentar contra la estabilidad de las instituciones democráticas y contra la conservación de nuestras tradiciones republicanas establecer que el trabajo es un deber social del ciudadano mediante cuyo cumplimiento adquiere el derecho a una existencia digna, de acuerdo con sus propias capacidades? ¿Es acaso un crimen de lesa Patria, declarar que el trabajador agrícola gozará de los mismos derechos que el trabajador urbano? ¿Contra quién se comete una injusticia al pedir que sea norma de nuestras relaciones sociales el precepto constitucional de que "a trabajo igual en idénticas condiciones corresponderá siempre un salario o sueldo igual, sin distinción de sexos"? ¿Es, por ventura. un hecho que perturbe 13 marcha normal de los negocios o de las actividades industriales privadas, el que se reconozca, en nuestra carta fundamental, como inherente a la personalidad humana, el derecho de los patronos y trabajadores de organizarse para los fines exclusivos de sus actividades económico-sociales? ¿Es poner en peligro la estabilidad social reconocer el derecho de los patronos al paro y el de los trabajadores a la huelga?
Juzgo que el Presidente López ha estab1ecido claramente, en uno de sus luminosos mensajes, la verdad de estas situaciones de hecho, al declarar ante el Congreso de Colombia que "lo único de temer en un Gobierno es que la conformidad general esté acusando que no se ha quebrantado ningún interés ilegítimo, ni se ha modificado ninguna situación de privilegio, ni se ha pretendido corregir la injusticia, con perjuicio de los beneficiarios de las situaciones injustas".
Ahora bien, para llevar a la práctica esas ideas y sentimientos que eran fruto de mis convicciones personales, no procedí ni con desorden ni con pasión. Cada paso, así como todas y cada una de las decisiones, fueron meditados, en consulta y en constante cotejo con las realidades de nuestro medio social. También acudí a las fuentes autorizadas y sometí mis ideas a la prueba de los más rigurosos estudios comparativos y de los más severos análisis. No me empeñé en ningún momento en hacer prevalecer mis ideas. Cedí cuantas veces fue necesario para no constituirme en obstáculo, ni convertirme en árbitro de situaciones fuera de mi controlo rebeldes a mis deseos.
Procuré, ante todo, amoldarme a la realidad sin pretensiones de obligar a ésta a amoldarse a mi pensamiento o a mi capricho. Sabía que iba a exponerme a una reacción inmediata, que daba armas a mis enemigos y que los ataques más duros y más injustos caerían sobre mi gobierno. Pero consideraba que ninguna oportunidad mejor para el país, que ningún momento más propicio para llevar a su realización esas reformas sociales, que los que pueden presentarse en los días de prueba que la guerra traerá a la nacionalidad. No me resignaba a dejar a otros y para los días de fortuna y abundancia, el sacrificio que para todo gobernante significa cualquier reforma social que proteja al débil y levante al desvalido. Por ello desoí las censuras de los sistemáticos opositores a todo progreso social, que nunca encuentran oportunidad ni nunca aceptan la urgencia de reformas que limiten el imperio de los privilegios o atenúen el rigor de los feudalismos establecidos. No por eso creo haber sido infalible en mis designios. Atendí a la lógica simple de los hechos y a la ley de dinámica social que imprime movimiento y acción a los principios que he sustentado antes y en el ejercicio del Poder. Aplazar el planteamiento del problema, como algunos aconsejaban, habría equivalido a dejar inermes, sin protección alguna, a nuestras clases trabajadoras, que son las que más duramente han de soportar las contingencias adversas y las profundas conmociones que en el orden económico sobrevendrán como consecuencia del conflicto bélico que hoy cubre los cinco continentes del mundo.
Consideré, también, que todo momento es propicio para reparar una injusticia, porque es del dolor y de la miseria colectiva de donde arrancan las más encendidas e irreconciliables pasiones que, lejos de construir, destruyen, que lejos de llevar a situaciones de equidad arrastran al caos y a la anarquía. Y así procedí sin violencia, pero sin vacilaciones, determinado a l1evar adelante, aun a costa de los mayores sacrificios, las reformas sociales que figuraron como bases de mi programa de gobierno, ya que podría decir, sin jactancia, que incesantemente me he empeñado, no en procurar el engrandecimiento de una personalidad política, sino en el leal cumplimiento de mi deber, pues que sitúo, por sobre mi vanidad y mi orgullo de hombre, el bienestar de mi pueblo. No me ciegan prejuicios clasistas, ni me mueven pasiones personales. Cuando nuestra industria del café estuvo amenazada de ruina y el inmenso capital que aquélla representaba se sintió en peligro, no vacilé en sacrificar una de las mejores rentas fiscales, porque el Estado no puede arruinarse y subsistirá siempre. En cambio, la miseria de los productores habría significado el hundimiento definitivo de nuestra economía. No miré a quiénes beneficiaba, porque al salvarlos de la bancarrota, originada en causas extrañas a su voluntad, salvaba el pan y el bienestar de miles de costarricenses. Lo mismo podría decir de otras industrias agrícolas a las que he tratado de impulsar sin medir sacrificios, en el propósito de respetar nuestras tradiciones económicas.
Cuando se trató de la industria cañera, mi preocupación fue la de proteger por igual los intereses de los propietarios de ingenios y los de los pequeños productores, sin causar perjuicios al pueblo consumidor. Muchos de los que me lean, reconocerán en mis palabras la sinceridad que inspiró la actitud del gobierno al buscar una solución al problema de la industria de la caña de azúcar, y al mantener una política de franca protección a esa actividad, que proporciona el sustento a miles de hogares en todo el territorio de la República.
Pero así como he estado de parte de quienes crean riquezas, cuando necesitaron, para subsistir, del apoyo del gobierno, no olvidé, ni podría olvidar a los hombres que no cuentan con otra arma para defenderse en la vida que sus brazos debilitados. He procurado que mi simpatía por nuestros campesinos y obreros, no sea una figura retórica, sino que he tratado de identificarme con sus necesidades y limitaciones, de acercarme a esos hermanos humildes con el corazón limpio de prejuicios. Y he sentido, oyendo sus voces y escuchando sus quejas, que sus dolores y sus miserias no pueden sernos indiferentes, porque el descontento, la miseria, la carencia de estímulos personales, las desigualdades económicas, no deben subsistir en una democracia bien organizada-. La pobreza, como fenómeno eminentemente social, no ha de hacerse a un lado; y debemos evitar que la injusticia agrave el conflicto existente entre los que todo lo tienen y los que de todo carecen. Los gobernantes de esta obra estamos obligados a orientar nuestra acción en el sentido de rebasar el simple concepto clásico de la caridad. Debe llegarse a la concepción avanzada en sociología, que afirma que el pobre pertenece a la comunidad; es decir, que la comunidad está obligada a preservarle de la miseria, pues ha utilizado su fuerza de trabajo antes de su empobrecimiento. Y nada más aplicable a Costa Rica, en donde nuestra clase campesina necesita todo apoyo para salir de la postración económica en que vive por la insuficiencia de los salarios. Ningún esfuerzo más legítimo ni más propio del Estado que el que se dirige a aumentar las reservas vitales de la nación y a remediar aquellos aspectos que anulan la democracia efectiva que debe vivir nuestro pueblo.
Por esa razón, impuesta por las circunstancias, otro de los proyectos de mi gobierno se dirige a una liberación económica de aquellos campesinos que, por su laboriosidad, merezcan el estímulo del Estado, mediante las donaciones de tierras que les permitan convertirse en pequeños productores y propietarios. El hombre así estimulado, podrá considerarse emancipado de toda servidumbre y tendrá arraigo y amor a la tierra. La división de la propiedad raíz es la condición esencial para que el concepto patria tenga un significado positivo y entrañe una obligación de preservarla de todos los peligros que la amaguen, moviendo a una acción conjunta mayor número de hombres dispuestos a defender su patrimonio y a luchar por el perfeccionamiento de las instituciones que le garantizan a él y a los suyos, el goce tranquilo de las conquistas de su esfuerzo y de su industria.
Ahora bien, para dar consistencia a la obra social no había otra alternativa que la de consagrar en un Código de Trabajo las conquistas representadas por los Seguros y las Garantías Sociales. Proceder de otro modo habría sido dejar inconsistente, sin firmeza, todo lo que en ese terreno se había construido; era condenar a una eliminación segura muchos de los conceptos jurídicos que en Estados Unidos, México, Cuba, Colombia, Chile y Bolivia han creado un clima de mayor justicia y de más elevada moral colectiva. Por esas razones mi gobierno nombró la Comisión Codificadora que dotará al país de un conjunto de leyes y disposiciones que garanticen a nuestras clases trabajadoras su derecho a una existencia digna, a alcanzar un nivel humano de vida.
En el planteamiento del problema agrario, que tiene tantos aspectos de suma importancia social, siempre me ha preocupado la situación de los mal llamados "parásitos", que cultivan la tierra sin preguntar de quién es, porque ellos viven la ley de la montaña, la ley de la naturaleza que sólo se rinde al que lucha contra ella y la vence. Esos hombres que abren su camino en el corazón de la jungla, en desigual combate con todas las inclemencias, sin más ayuda que su esfuerzo y sin más aliento que sus propios arrestos, merecen toda mi simpatía. Y o les admiro porque son los verdaderos conquistadores de la tierra, la cual les pertenece como el aire que respiran, y no creo que ningún costarricense pueda creer que se hace mal protegiéndolos, sea por la acción del Estado o de leyes que no les condenen a una ineludible miseria. Por eso la ley promulgada recientemente tiende a amparar a esos recios luchadores que en las regiones apartadas del país, son como heraldos de la civilización y llevan sobre sus espaldas la penosa tarea de abrir al esfuerzo humano, nuevos horizontes, nuevas perspectivas de desenvolvimiento agrícola, como premio a su laboriosidad y a su tenaz y fuerte espíritu de lucha.
Pero todo hombre está sujeto a error. Para mí no es inadmisible la idea de que, no obstante la rectitud de mi intención pudiera yo haber incurrido en equivocaciones o en extravíos de criterio. Si ello fuere así, puede estar seguro el país de que yo seré el primero en reconocerlo y en procurar la rectificación del procedimiento injusto o del juicio errado. Me queda, eso sí, la profunda satisfacción de que no fui ni puedo ser sincero para con mis ideales, de que no he buscado provecho personal o político con
mis actuaciones de gobernante, sea en el terreno social, sea frente al fenómeno de la creciente miseria que pesa sobre nuestro pueblo, digno de mejor suerte y de mayor felicidad sobre la tierra.
Comprendo que la obra social apenas se inicia; que para quienes la intenten, como lo he hecho yo, no habrá otro beneficio que una cosecha abundante de amarguras y sinsabores. Comprendo, asimismo, que lo que pueda haber realizado, vale bien poco. Pero estoy seguro de que los gobernantes que en años venideros tengan que confrontar, -como los he confrontado en una época de emergencia y trastorno universales-, los graves problemas originados en la miseria de las grandes masas de la población que pertenecen a nuestras clases trabajadoras, podrán llenar otras etapas de la ardua lucha y completar lo que es hoy una primera piedra del gran edificio que tendrá que construir la nacionalidad costarricense, para afianzar su progreso y cultura futuros, y para garantizar, si cabe decirlo, no sólo a los desheredados de la fortuna el disfrute de sus legítimos derechos, sino también a las clases propietarias el goce de sus bienes y de la paz social, que tanto necesitan para el mantenimiento de su riqueza y bienestar actuales.
San José de Costa Rica
Setiembre de 1942
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